Angst - Adriana Riva - Tenemos las máquinas

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Descripción del producto

Cuando a papá le dieron el alta porque ya no había nada que hacer, les di las gracias a los médicos y les estreché una mano blanda. Después, bajé al restaurante del sanatorio y me atraganté con dos platos de ravioles con tuco. Mamá llegó un rato más tarde y se pidió un café que revolvió con una cucharita durante una eternidad. Se lo tomó helado, de un sorbo, y mientras le hacía señas al mozo para que le trajese la cuenta, me pidió que me ocupara de los arreglos del traslado. Ella ya no podía con nada.

Fueron pocas las semanas que papá aguantó consciente en casa, pero nunca me sentí tan cómoda con él como en esos días de sondas y gelatinas, en los que él no quería ver a nadie salvo a mamá y a mí, su única hija. Sus amigos llamaban a cada rato, pasaban a dejar cartas y ofrendas, pero tenían prohibida la entrada al cuarto del fondo, donde fermentaba un olor a remedio vencido y sopa de apio que encogía voluntades. Ninguno de ellos vio a papá postrado en una cama ortopédica, con los brazos cubiertos de puntos negros que parecían semillas de frutillas, las pupilas nubladas, la piel translúcida. Ese privilegio fue de mamá, de las enfermeras y mío. Y también de Cacho, un personaje de ciento veinte kilos de carne que le hacía transfusiones escuchando cumbia en sus auriculares. 

Cuando volvía de la redacción del diario, me sentaba en una silla al lado de la cama y papá me contaba cosas de su vida que jamás había escuchado. Novias que lo habían dejado sin razón. Navidades con obras de títeres y trineos de pasto. Casas en la playa que se inundaban de arena. En esas noches hacíamos juntos el último repaso antes de rendir en el más allá. Trataba de exprimir cada detalle de ese presente escurridizo, pero me entristecía saber que me iba a olvidar de todo, primero de los cuentos, después de él.

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