Como “el golpe de una naranja amarga en la vereda” los poemas de Los ángeles son vacas combinan los brillos y aromas de la pulpa estallada con el calor gris y ríspido del asfalto. Los perros al sol, monjes. Santuarios, los paisajes cenicientos por la caña de azúcar. Los besos rugosos de animales, bálsamos. Los personajes, feligreses, pero no en una calma procesión de sentidos, sino en una amarga y ponzoñosa escalada de monte. “No soy la poeta/ que mira el río y se calma.” Un libro signado por el incienso de la sensorialidad mística que contrasta con un lento y pesado escaldo en las calles de San Miguel, como si cada poema fuese sorber líquido de un cactus: única fuente de agua, amarga, brillosa y psicodélica.
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