Llamé a casa, hablé con media familia. Hablé sobre todo con mi padre, que hubiese querido verme graduado, que hubiese querido llamarme doctor. —¿Sos feliz? —le pregunté por teléfono. No respondió. Solo dijo: —Esto es algo grande. Algo que te va a quedar para siempre. No estoy aquí para contarles las entrevistas, los artículos en diarios, la gente que escribía que yo era el Caballero de la Orden del Mérito de la República Italiana más joven de la historia. Fui feliz porque mi barrio finalmente era noticia por algo bello y no por la cantidad de muertos. Era feliz porque estaba esa palabrita: mérito, que me emocionaba, que me hacía sentir orgullo. Algunos meses después llegó la invitación del Quirinale.
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