Los millonarios, ya se sabe, se aburren mucho, especialmente si han heredado su fortuna y jamás han dado golpe. Ése era el caso de Henry Sugar, cuyo máximo entretenimiento consistía en ver cómo subían y bajaban los valores en la Bolsa. Un tipo la mar de corriente, si no fuera porque un día, apartado de una partida de canasta por falta de pareja, acabó adquiriendo un extraordinario don: ver con los ojos cerrados.
Los demás personajes de este libro tienen también alguna rareza que les distingue de sus semejantes. Como el tipo estrafalario y pedante que hace autoestop y acaba demostrando a su compañero de viaje que es el verdadero rey de un oficio sin par. O como ese chico, veraneante en una isla del Caribe, que es capaz de comunicarse con los animales. Claro que a veces lo extraordinario también puede ser terrorífico, como ocurre con los dos jovenzuelos sin escrúpulos que salen a pasear un sábado por la mañana armados de un rifle del 22. Nada es lo que aparenta, nada puede ser lo que parece ser, pero cuando lo cuenta Roald Dahl, todo acaba siendo posible.
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